UNA FÁBULA INANE

Hace algún tiempo trajeron a mi caliodomo un brenio muy extraño y estruncoso para que hiciera una lirquísima tiamentura —encargo que en principio rechacé, porque yo soy un filonardio y no un tiamencio—, pero al sentir esas pomalacias tan rivacidosas, accedí. No es necesario ser un tiamencio para acomiliar un brenio, sin ofender.

Las tróvidas las tenía todas inloxadas hacia dentro —me recordaban a un porcéndalo, al que se le hubieran quitado las lomefas, para que me entiendan—. Eso me intrigó muchísimo, por lo que, en más de una ocasión, estuve a punto de traer una cánfora —la que se usa para la milingítara— para darle más roliandez, pero temí por sus pomalacias y preferí dejarlas intactas. Sin embargo, y con el tiempo, descubrí como su gruldia tendinaba al contacto con cariaconcia; no se extendía como le sucede al trimalciato, sino que se desprendían espectáculos de canupias y jundapas que me entalmibaron hasta el exhondio. Como dice el refrán: “Con monzabria o sin monzabria, fui más bradiante que una labria”.

Al caer la octava Foldria, inevitablemente el brenio se argamapetó y surlató. Ni con jendato de moyalba logré que tendinara más. Al verme sin jundapas ni canupias me invadió una sapilurgia inenarrable. ¡Callay, pomalacias! Solo me quedé con el etiorama, donde se leía este mensaje:

Advertencia: este producto contiene aceite de jitanjáfora.
Su uso excesivo es perjudicial.

A pesar de ser un filonardio, nunca lo comprendí.

Notas del programador

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Quiero volver a ti, volver a ti.
Enredarme poco a poco en tus pupilas,
y que en ellas me apacigües y me armes.
Condensarme con el cielo que ventilas.

Quiero volver a ti, volver a ti.
Con tus dedos darles forma a mis aristas,
y que me lleves al mar de noche oscura.
Ya tengo mi vida y mi alforja listas.

Quiero volver a ti, volver a ti.
Otra vez verme bailando entre tus manos,
y a contraluz de atardecer de otoño,
quiero ceder a tus impulsos soberanos.

Quiero volver a ti, volver a ti.
Lograr por fin que se acoplen nuestros ejes,
y que nunca me sorprenda la alborada
de vuelta al rincón, gritando: no te alejes.

Quiero volver a ti, volver a ti.
Que te surja probar en mi otra maniobra,
y descansar en el olivo y en la hierba;
confundirme, sin pensar en la zozobra.

Solo volver a ti, volver a ti.
Orbitar tu cuerpo en giros descifrantes,
y tornar este misterio iridiscente
en el sólido rubí de los amantes.

Notas del programador

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EL JARDÍN PENDIENTE

Prefacio

Cuando tus huesos se vuelvan hueso,
tu carne, hueso, tu sangre, hueso
y el universo pida de vuelta
tus átomos en arrendamiento,

cuando tu fuerza y tu arrogancia
se te escapen por el aliento,
y las creencias se vuelvan dudas
y tu lamento sea un recuerdo,

cuando olvide tus instrucciones
y por fin entienda lo que siento,
cuando tu canto ya no me duela
y sea tu corazón un panal abierto,

de ti serán todas las flores que te robaste
para cambiar las de tu marchito sueño.
De mí serán las abejas que alimentaste
con el dulce néctar de tu cerebro.

De ti todos los árboles, toda la tierra, todas las rocas,
que ya fueron tuyas sin ser tú su dueño.
De mí serán tus jardines, que se derraman
sobre paredes de edificios viejos.

Se despertó sin abrir los ojos. Como cada día —y desde hace más de un lustro—, ese dolor sordo en sus extremidades, que se encrudecía a medida que se iba separando de la somnolencia, no le permitió seguir postrado. Lo atrapó; lo entumeció a la vez que lo envenenó con el tormentoso recordatorio de que no había sufrido lo suficiente. Parecía advertirle que un hombre como él no podía darse el lujo de la inconsciencia del sueño, de la pequeña muerte; no mientras no terminara su tarea.

Sometido a un encantamiento paralizante que logró romper momentáneamente, emergió y se sentó en el borde de la cama, encorvado y sin abrir los ojos.

—Tito, Tito, Tito... —Esa voz lo lastimaba.

Hacía mucho que no reparaba en el tiempo que le tomaba subsistir a ese opresivo despertar. Una efigie ciega y corcovada que esperaba en medio del silencio de la habitación. No recordaba si eran segundos u horas. Eso no importaba, sabía bien que podría abrir los ojos cuando terminasen de instalarse en sus vísceras las náuseas: el vacío corrosivo que lo obligaba incesantemente a plegarse hacia su médula, el agujero que le absorbía lentamente las entrañas, el abismo en donde su lamento ya no hacía eco.

—¡Oa, Tito! Ya tá e desalluno. ¡Púdele! —Escuchó en el aire el infantil mandato.

Siempre era difícil dar el primer paso para sus anquilosados miembros, pero le sorprendió lo rápido que superó esta vez esa pesadumbre. Como si fuese un bebé que aprende a levantarse a trompicones y poco a poco adquiere el equilibrio necesario para andar por sí mismo, todo lo hizo en cinco pesados pasos. Cojeando, cruzó el umbral de colgandejos gastados, donde lo recibió un espejo viejo, oxidado y enmohecido; en cuya superficie se reflejó la isomorfa proyección de un hombre desenfocado y fantasmal, que se negaba a mirarse. Abrir los ojos es suficiente suplicio para encima sumarle el tener que verse.

—Belitoooo, ¡mamos a fugar! —La sombra lo invitaba del otro lado del cristal.

Miró el grifo del lavamanos y le aterró la idea de no ser capaz de asirlo y girarlo con sus falanges todavía entumecidas. Las manos fuertes, enjutas y curtidas eran lo único que le quedaba.

Finalmente, abandonó la casa y entró al “jardín”. El crepúsculo todavía se refractaba y se difuminaba en ese vasto terreno que lo esperaba rencoroso y hambriento; ese bosque donde la guerra pasó, devastadora, dejando todo en ruinas. Él era esa guerra. Con la azada al hombro caminó, y en cada paso fue apartando la bruma que no terminó de asentarse en el suelo, como una señal telúrica de su presencia, superior y destructora. Todos los días —o casi todos (en las noches, incluso)—, su misión era abrirle tajos a esa parcela e irrigarla con su sudor. A garlanchadas recias fragmentó la tierra, la separó y se sumergió para nutrirla con sus ofrendas de carne y hueso. Por cada nueva ofrenda, a la tierra le nacía un nuevo diente de piedra: los vestigios de su ceba.

— No entendo, belito, ¿Ké asemos aquí? —Sintió como su garganta se apretujaba por la melancolía.

Él sabía que ese campo yermo y maldito no florecería hasta que hubiera devorado a su hortelano. Descendió a su nicho: un rectángulo extruido con suma perfección geométrica. Conocía cada centímetro de esa fosa, cada gránulo que se despeñaba vencido por la erosión, cada raíz tajada que luchaba por germinar de nuevo, cada infeliz gusano que osaba reptar por las paredes de ese abismo. Ese aposento de barro era el único paisaje que añoraba. Con sus manos poderosas levantó la pala y la hundió profundamente, la tomó y la abrazó, y puso la frente en el poste de madera que le sostuvo su cansado cuerpo. Y ahí, atado a su báculo funesto, observó inerme como las sombras generadas por el sol delataban el paso del tiempo dentro de su paralelepípedo.

—Sal de ahí abuelito. Vamos a jugar.
—No puedo, mijita. Tengo que esperar aquí.
—¿Esperar qué, abuelito?
—Que tú te vayas, mi amor. Que todos se vayan.
—No queremos irnos, abuelito. Queremos jugar contigo, solo faltas tú.
—Precisamente, hijita. Precisamente.

Se desplomó lentamente en su morada postrera, en su catacumba. Cuando en el pueblo no quedó más nadie a quien inhumar, el sepulturero tuvo que esperar y esperar la postergada clausura en su propia urna subterránea. No hubo quien llorara. No hubo quien rezara. Por fin, yació en la última fosa creada. No quedó insepulto el último enterrador del pueblo.

Su jardín florecerá y lo cubrirá.

Notas del programador

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